miércoles, 21 de febrero de 2018

El turf, versión refinada de la cultura ecuestre popular

 


Roy Hora habla de “Historia del turf argentino”, un inusual y sorprendente libro que explica la emergencia, el impacto social y cultural, y la posterior decadencia del primer deporte popular que tuvo la Argentina.

Las carreras de caballos, el turf, según su denominación internacional, constituyeron el primer deporte popular en Argentina, y su indiscutido reinado se extendió por más de 50 años, desde la década de 1880 hasta la de 1930, cuando el fútbol comenzó a disputarle esa condición extraordinaria. Eso sí, como enseñaba Oscar Terán, en sus clases de Historia de las Ideas, como tantas otras ideas o prácticas, al ser adoptado por una sociedad distinta a la que lo generó, un aspecto crucial del original turf tuvo que ser modificado por el clima y los hábitos locales: mientras las pistas inglesas eran de césped (ese sería el significado estricto de la palabra “turf”), las nuestras, como la de Palermo, inaugurada en 1876, eran de tierra apisonada y arena, porque el duro invierno y la gran cantidad de competencias que se disputaban anualmente tornaban imposible mantener su cubierta vegetal.
Para explicar este fenómeno, su emergencia, sus implicancias sociales, políticas, culturales y económicas, y su posterior decadencia, el historiador Roy Hora ha escrito Historia del turf argentino, un sorprendente libro, lleno de datos y de inteligentes análisis, dirigido al público en general y no pensado exclusivamente para los aficionados a los caballos.

El país de San Pulpicio

Hasta hace nada más que 100 años, el caballo era un elemento socialmente importante en todo el mundo. El sistema de transporte previo a los coches impulsados por motores era tirado por caballos. Lo mismo ocurría en el campo, antes de la llegada de los tractores.

En nuestro país, las grandes extensiones de terreno y la escasa y relativamente joven población habían convertido al caballo en un elemento sustancial del sujeto que definía la identidad nacional: el gaucho. De hecho, en su famoso poema, José Hernández hacía que Martín Fierro denigrara a unos inmigrantes recién llegados porque no sabían nada de caballos, lo que resultaba por entonces bastante lógico ya que para muchos pueblos europeos afrontar el cuidado de un caballo era carísimo, de modo que constituía un elemento de distinción social, mientras que aquí representaba la forma más económica y segura de movilizarse.
En este sentido, una comparación que hace Hora en su libro sirve de punto de partida para el diálogo: “La moderna Buenos Aires de 1914, ya en parte movida por la electricidad y el automotor, poseía dos veces más equinos por persona que la Nueva York de 1856, cuando esta ciudad todavía dependía de la tracción animal para transportar a sus hombres y bienes”.

–Pensé en la película “Seabiscuit” (2003), sobre ese espléndido caballo y su “carrera del siglo”, que fue, para los Estados Unidos, en 1938... Mientras que aquí, la carrera del siglo la corrió Botafogo en 1918. Es decir que Argentina fue la parte adelantada de un movimiento mundial en el que el turf era sumamente popular.

–Sí, el turf fue una verdadera pasión en Europa y las Américas, y en mucha menor medida en Asia y África. Hoy nos cuesta imaginar cuán populares fueron las carreras de caballos en muchos lugares del mundo hasta cerca de mediados del siglo 20. En sus años de apogeo, las grandes estrellas del hipódromo eran objeto de adoración. Se dice que Fred Archer, el gran jockey británico, era más popular que la reina Victoria y, por supuesto, que cualquier político o actor de su tiempo. Lo mismo pasó en nuestro país con Old Man, Botafogo o Yatasto, o con jockeys como Acosta o Leguisamo, que eran más famosos que los futbolistas de esos años. Esos nombres convocaban multitudes, que iban al hipódromo no para apostar sino para ver lo que entonces era concebido como un espectáculo atrapante.

–Subrayás eso en el libro: la apuesta no sería el elemento que explica el atractivo del turf.

–El encanto del turf no estaba en la apuesta, que siempre acompañó a las carreras como la sombra al cuerpo, sino en lo que pasaba en la pista. Y la prueba es que la apuesta sigue allí, pero el turf fue desplazado por otros deportes y espectáculos: el básquet y el béisbol en Estados Unidos, y el fútbol en Europa y América latina. Para explicar el atractivo del turf hay que recordar que, antes de la era del automotor, los hombres tenían una relación de gran proximidad con los caballos, a los que conocían, apreciaban y en muchos casos admiraban. El ojo estaba entrenado para captar más de lo que vemos hoy. De hecho, el turf reinó mientras el caballo formó parte del universo cotidiano, mientras fue “el gran compañero del hombre”. Cuando el automóvil lo empujó fuera de las calles y las rutas, y el tractor lo sacó de los campos, el turf se fue muriendo. Desde entonces, las nuevas generaciones se sintieron más atraídas por las carreras de autos y sobre todo por el fútbol, y poco a poco los hipódromos se vaciaron.

Hacia el final del libro, Hora cuenta la historia de “San Pulpicio”: a ese excepcional jinete que fue Irineo Leguisamo, amigo de Carlos Gardel y de Palito Ortega, inmortalizado por cerca de 50 tangos, que a los 20 años ya era el jockey que ganaba más carreras por temporada, le decían “el Pulpo”. Su máximo día de gloria fue el 13 de diciembre de 1931, cuando, de las ocho carreras que se disputaron esa tarde en Palermo, ganó siete y llegó segundo en la restante. Entonces, el poeta y periodista Carlos de la Púa convirtió esa fecha en el día de “San Pulpicio” para celebrar al “único jockey que teniendo guita a montones se escolasea todos los domingos la vida para defender como un león el vento de sus creyentes fervorosos”.

–Si Botafogo y San Pulpicio grafican el “ciclo de oro” del turf argentino, este fue completamente previo al que protagonizó Seabiscuit en Estados Unidos. Y además, señalan cómo primero importaba el caballo, y sólo mucho más tarde, por el contrario, se destacó el jinete, lo que da cuenta de una transformación.

–En sus años dorados, el turf fue más importante acá que en Estados Unidos, que siempre tuvo una oferta deportiva más variada. En parte fue así porque la Argentina fue el país del caballo, el lugar en el mundo en el que había más equinos per capita. En las provincias pampeanas, en los tiempos de Rivadavia, Rosas o Roca, ¡había más de tres caballos por persona! Nuestro mito nacional, el gaucho, es un jinete. El caballo ocupaba un lugar central en la vida social, y también en el repertorio de entretenimientos populares (cuadreras, doma, sortija). Esta base fue fundamental para el éxito del turf, que es la versión refinada, elitista, de esa cultura ecuestre popular. Cuando en la década de 1880, la élite social creó el Jockey Club, hizo grandes esfuerzos para “civilizar” el espectáculo hípico y, de paso, para convertir al hipódromo en un ámbito donde lucirse. Para eso, tuvo que restarles protagonismo a los jinetes, enfatizando que lo que importaba era el caballo y su propietario. El turf funcionó de esa manera mientras esa élite fue poderosa. Desde la década de 1920, cuando la Argentina se fue volviendo más democrática, llegó el turno de los jinetes. Y el que abrió el camino fue el incomparable Leguisamo.

Las apuestas y los políticos

–Por supuesto, los distintos movimientos políticos reaccionaron frente a la creciente popularización del turf. Los conservadores lo apoyaron.

–La élite dirigente del período 1870-1916 creía que el turf servía para mejorar la raza caballar, y por ello debía contar con el apoyo del Estado. La concurrencia del presidente al Gran Premio Nacional era parte de sus tareas oficiales. En esto, los dirigentes argentinos no hacían más que copiar lo que se hacía en otras partes, como Inglaterra y Francia, ya que también allí turf y poder estaban estrechamente asociados. Y también estaba la cuestión del hipódromo como fuerza civilizatoria, como educador de las clases populares. Al hipódromo concurría mucha gente del común, pero estaba dominado por la élite social, que lucía su elegancia y exhibía su superioridad en la tribuna oficial, en los espacios reservados para los socios del Jockey Club, ante la vista de miles de espectadores. El hipódromo fue, en alguna medida, la revista Caras del orden oligárquico. Y personajes como Carlos Pellegrini, que fue presidente de la Nación y también del Jockey Club, tenían muy claro que el hipódromo era importante para realzar el prestigio y la autoridad de las clases altas.

–Pero los socialistas se opusieron.

–Claro, el hipódromo los irritaba porque veían que transmitía el peor mensaje: miles de trabajadores mirando embobados a los ricos, encandilándose con los caballos de los poderosos, y encima pagando la cuenta. Pues el Jockey Club, que explotaba Palermo (lo administró desde 1883) y luego San Isidro (inaugurado en 1935), se quedaba con un porcentaje de las apuestas. Es decir que los lujos de la sociabilidad elitista que se desarrollaba en los salones del Jockey Club los pagaban los hombres de la tribuna popular, de la “perrera”. Para la izquierda, pues, el turf exhibía el peor costado de las clases populares. Desde su punto de vista, los trabajadores que concurrían al hipódromo no sólo eran explotados, sino que, por su incultura política, se dejaban explotar alegremente. Tenían algo de razón, pero al mirar las cosas desde este ángulo dejaban de lado un tema crucial: que el turf era una fuente de placer para muchos espectadores.

–Y la Iglesia mixturaba ambas posiciones...

–La Iglesia Católica también estaba en una posición muy incómoda porque se oponía al juego y por ende al turf, sobre todo si las carreras se realizaban el domingo, el día del Señor. Pero nunca pudo elevar mucho la voz, en parte porque sabía que no tenía manera de ganarle la batalla a una afición tan popular, y en parte porque sus grandes benefactores eran los señores del Jockey Club. Saturnino Unzué, por ejemplo, que fue presidente del Jockey Club y un importante donante de la Iglesia, pagó gran parte de la construcción de la catedral de Mercedes, donde está enterrado, ¡con los premios que obtenían sus caballos en Palermo! Y las familias Alvear y Anchorena, de las que salieron hombres y mujeres muy piadosos, que recibieron honores y títulos vaticanos por sus generosas donaciones, también dieron grandes turfmen, como Diego de Alvear, el dueño de Botafogo, y Joaquín de Anchorena, que fue un figurón del Jockey Club.

–Radicales y peronistas bien merecen una mención aparte, ¿verdad?

–Los radicales, y sobre todo los peronistas, tuvieron una relación problemática con el turf porque el hipódromo estaba bajo el imperio de la élite social, y los gobiernos populares o populistas más de una vez chocaron con este grupo. De hecho, Yrigoyen fue el primer presidente que no fue a Palermo como jefe de Estado. Y Perón comenzó ignorando al Jockey Club y más tarde lo enfrentó abiertamente. En 1953, hizo (o permitió) que sus seguidores lo quemaran, y luego lo expropió. Pero como el peronismo era culturalmente populista, y el hipódromo era una gran afición popular, no cerró las puertas del hipódromo, sino todo lo contrario. Su problema no fue con el turf sino con el Jockey Club, y ello al punto de que la prensa peronista incluso celebraba que, gracias a la mejora del ingreso popular, desde que Perón llegó a la presidencia, más y más y más gente apostaba e iba a Palermo.
El autor y el libro

Roy Hora es investigador del Conicet y profesor de la Universidad Nacional de Quilmes. Además de Historia del turf argentino (Siglo XXI 288 páginas), ha publicado Los estancieros contra el Estado. La Liga Agraria y la formación del ruralismo político en la Argentina moderna (2009) e Historia económica de la Argentina en el siglo XIX (2010).

Rogelio Demarchi
http://www.lavoz.com.ar

By: Constanza Pulgar - De Turf Un Poco

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